23 jul 2013
Eugenio Conchez - Argentina
M. D.
(XVI)
para Nicolás Bompadre
Los labios rojos, pies descalzos,
rozando a la niña rubia como pasas,
en el bochorno de ese patio desterrado,
ella bailaba en Saigón.
El polvo al sol la doraba, el bailado polvo
pasaba cerrando sus ojos.
El atardecer rojo de los trópicos
la iba cansando quedamente
mientras bailaba con ella en Saigón.
Supiste, escuchaste de ella
en los dormidos cuartos del opio;
una niña blanca en el país del sol,
ágil, frugal como cañas al amanecer.
Inmóvil la buscaste en sueños, y en la vigilia
cambiante donde envejecías.
Nunca, nunca la encontraste.
Escuché hablar de esa chica en los clubes,
un animal fugaz que se entregaba en el río,
en ritual pequeño, donde había risas y temor.
No le pagaban, no le mentían, y la chica no los deseaba;
iba con ellos a un río, barroso bajo la luna.
Ella ve el traje blanco, el auto negro,
un saber sobre el tener que ella no tiene.
Y ella sube con el chino silente, brillante,
se aquieta indiferente sobre el mundo cansado.
Indiferente se presta a sus costumbres,
ausente en su cuerpo, dorado como las cañas.
Nunca, nunca la viste
de muslos blancos sobre el barro del Mekong.
Casi ausente en las pálidas sombras
imaginaste que el humo cerraba sus ojos próximos,
y así, los ojos cerrados, te dejaba un beso triste, dulce,
su manito secaba tu vieja frente, su manito leve
como pétalo blanco de ciruelo.
Hubieras cambiado tu pasado, por la niña de Saigón.
Bailó conmigo en la noche de Saigón.
Bailó con las costumbres de un hombre
que siempre quiso extraño, un dragón inmemorial.
La chica no quiere tener, pero su madre es una madre despojada,
sus hermanos, despojos que nos miran bailar.
Naranjado el amanecer de Saigón, ella todavía bailó conmigo
enajenados por el humo, el silencio, el alcohol.
En el cuarto amarillo, sofocado, de sus costumbres
ese chino le lava los pies, los muslos, y los hombros.
Las nubes ahora matan los polvorientos rayos
que, entrecortados en la persiana, bailaban sobre el agua, y el jaspe.
Polvo sobre frutas muy maduras, ella huele en el amor, y calla.
Las lluvias del monzón agitan el silencio.
No sabrás, nunca sabrás
lo que era desnuda en el río mientras repiqueteaba la lluvia,
su torso blanco emergiendo del agitado Mekong. Reía.
Quisieras ya mutar lo triste en lo amable,
que en tu calor último, ella, lenta como el opio,
te vertiera gotas frescas de su boca, como lluvia última, escampando.
Sí, que fuera ella quien te lleve a ese último río.
No sabrás sus mojadas, frutadas desnudeces, ya nunca.
Su cuerpo, como el opio tostado, era un engaño.
Yo la toqué, la conocí, pedí palabras de su boca.
No fue mía; su cuerpo, apagándose, no le traía mi nombre.
En coloniales barcos, nos abandonó al silencio.
Yo sé por qué muero. Fui joven y ella me dio algo que no entiendo.
Quisiera apagarla en mí, como estas brasas se apagan,
como cierran los leopardos sus tardos ojos en la noche de Saigón.
Los largos días que me quedan la traerán aún;
incesante, como mareas de ausencia, me despojará.
El opio no me mata, y no se la lleva. El opio, como el recuerdo.
***
M. D.
(XVI)
para Nicolás Bompadre
Os lábios vermelhos, pés descalços,
roçando a menina loira como uvas passas,
no bochorno desse pátio desterrado,
ela dançava em Saigon.
A poeira ao sol a dourava, a dançada poeira
passava fechando os seus olhos.
O entardecer vermelho dos trópicos
a ia cansando queda mente
enquanto isso dançava com ela em Saigon.
Soubeste, escutaste de ela
nos dormidos quartos do ópio;
uma menina branca no pais do sol,
ágil, frugal como canas no amanhecer.
Imóvel a procuraste em sonos, e na vigília
mutável onde envelhecias.
Nunca, nunca a encontraste.
Escutei falar dessa menina nos clubes,
um animal fugaz que entregava-se no rio,
em ritual pequeno, onde havia risos e temor.
Não lhe pagavam, não lhe mentiam, e a menina não os desejava;
ia com eles a um rio, barrento sobe a lua.
Ela vê o terno branco, o automóvel preto,
um saber sobre o ter que ela não tem.
E ela sobe com o chinês silente, brilhante,
sossega-se indiferente sobre o mundo cansado.
Indiferente presta-se aos seus costumes,
ausente em seu corpo, dourado como as canas.
Nunca, nunca a viste
de coxas brancas sobre o barro do Mekong.
Quase ausente nas pálidas sombras
imaginaste que a fumaça fechava os seus olhos próximos,
e assim, os olhos fechados, deixava-te um beijo triste, doce,
a sua maninha secava a tua velha frente, a sua maninha leve
como pétala branca de ameixeira.
Haverias trocado o teu passado, pela menina de Saigón.
Dançou comigo na noite de Saigón.
Dançou com os costumes dum homem
que sempre quis estranho, um dragão imemorial.
A garota não quere ter, mais a sua mãe e uma mãe despojada,
seus irmãos, despojos que nos olham dançar.
Alaranjado o amanhecer de Saigón, ela ainda dançou comigo
alienados pela fumaça, o silêncio, o álcool.
No quarto amarelo, sufocado, dos seus costumes
esse chinês lhe lava os pés, as coxas, e os ombros.
As nuvens agora matam os poeirentos raios
que, entrecortados na persiana, dançavam sobre a água, e o jaspe.
Poeira sobre frutas muito amadurecidas, ela cheira no amor, e cala.
As chuvas do monção agitam o silêncio.
Não saberás, nunca saberás
o que era nua no rio enquanto repenicava a chuva,
o seu torso branco emergindo do agitado Mekong. Ría.
Quererias já mudar o triste no amável,
que em teu calor último, ela, lenta como o ópio,
te vertera gotas frescas da sua boca, como chuva última, escampando.
Sim, que fosse ela quem te leve a esse último rio.
Não saberás as suas molhadas, afrutadas nudezes, já nunca.
O seu corpo, como o ópio torrado, era um engano.
Eu a toquei, a conheci, pedi palavras da sua boca.
Não foi minha; seu corpo, apagando-se, não lhe trazia o meu nome.
Em coloniais barcos, nos abandonou o silêncio.
Eu sei por que morro. Foi jovem e ela me deu algo que não entendo.
Quereria apaga-la em mim, como essas brasas se apagam,
como fecharam os leopardos seus tardos olhos na noite de Saigon.
Os longos dias que me ficam a trazerem ainda;
incessante, como marés de ausência, me despojará.
O ópio não me mata, e não a leva. O ópio, como a lembrança.
Traducción: Alberto Acosta
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