El desierto
Te vi avanzar, desde el horizonte.
Eras un punto oscuro, apenas, porque
entre tú y yo estaba el desierto. Cuando
vemos que alguien avanza hacia nosotros,
en el desierto, su figura se deforma a cada instante.
Se alarga, se desvanece y su cabeza parece
no estar donde debería estar.
Como era mediodía, no tenías sombra,
y si la hubieras tenido habría sido sólo
la delgada hoja de un puñal en la arena,
de breves y cegadores relámpagos.
Pero podía imaginar tus cabellos negros,
agitados por el viento ardoroso
y tu brazalete, con la serpiente enroscada
en la rama del muérdago.
Quizás llegarías al atardecer, o más tarde,
tal vez en la madrugada, de modo que tuve
mucho tiempo para pensar. ¿Esta era la hora
más peligrosa que había vivido?
¿O fue ayer o hace cien años,
cuando desperté después de apagarse
el fuego, en medio de la mortandad,
y sentí la soledad y el silencio atravesándome
de lado a lado?
Podrías llegar en la madrugada, y así sería
preferible. Valoro ahora más los albores,
en los que ya nada humea y
las torres están rodeadas del silencio propio
de fantasmas que se alejan.
Sabría, lo he sabido desde hace mucho- qué
te diría, después de mirarte, callado, un largo momento:
-Nada ha cambiado, te diría. Puedes beber
del cántaro, en el que hay agua de la última lluvia.
Cuéntame una historia.
(La Conciencia - 2006)
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